I.- SAN JUAN DE ÁVILA: SANTO-MISIONERO-DOCTOR

I.- SAN JUAN DE ÁVILA: SANTO-MISIONERO-DOCTOR

 

 

La Segunda Semana del Mes Misionero es la SEMANA DEL TESTIMONIO DE LOS SANTOS, DE LOS MÁRTIRES DE LA MISIÓN Y DE LOS CONFESORES DE LA FE: EXPRESIÓN DE LA ADULTEZ DE LA FE DE NUESTRA IGLESIA REPARTIDA POR EL MUNDO ENTERO.

Conoce un ramillete de Santos, Mártires, religiosos y confesores de nuestra Iglesia Diocesana de Córdoba.

Es la mejor expresión de una Iglesia misionera.

 

 

                          I.- «SAN JUAN DE ÁVILA» -Santo, misionero, doctor-

Nació el 6 de enero de 1500 en Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Hijo único de una familia acomodada y profundamente cristiana. Murió en Montilla el 10 de mayo de 1569.  A los catorce años ingresó en la universidad de Salamanca para estudiar leyes. De allí volvería después de cuatro años para llevar una vida retirada, de oración y penitencia, en casa de sus padres. Tres años después marcha a estudiar filosofía y teología en la universidad de Alcalá de Henares (1520-1526), a fin de prepararse para recibir las Órdenes sagradas y poder así ayudar mejor a las almas. Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres.

Ordenado sacerdote en 1526 celebró su Primera Misa en Almodóvar del Campo invitando a doce pobres que comieron luego a su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, dedicándose enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.

Un año después, con la idea de pasar a las Indias, marcha a Sevilla, pero el arzobispo D. Alonso Manrique no le da el correspondiente permiso, y le ordena que se quede en las Indias del mediodía español, que evangelizase Andalucía, labor a la que desde entonces se consagró de pleno y por la que será llamado «Apóstol de Andalucía».

Si la nueva evangelización pretende reanimar la vida cristiana de creyentes y alejados de la fe y difundir a todas las gentes la Buena Noticia de Jesús, Juan de Ávila no fue ajeno, en su tiempo, a este mismo propósito. En un contexto tan complejo y plural como el suyo, de no siempre fácil convivencia entre religiones y culturas y de extensas áreas descristianizadas después de siglos de dominación musulmana, contó también, de algún modo, con su “atrio de los gentiles”, generando en él un original modo de diálogo y de exponer las verdades de la fe que ensamblaba, en admirable sintonía, la solidez de la doctrina cristiana con sus simpáticas y originales referencias al vivir cotidiano y, sobre todo, con un riguroso testimonio de vida, certero aval de la verdad predicada.

Comienza entonces a recorrer ciudades y pueblos predicando el Evangelio: Écija, Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera…. Lo mismo exponía desde la cátedra las Sagradas Escrituras con eruditos comentarios, que enseñaba los rudimentos de la doctrina cristiana en lenguaje sencillo a los niños y aldeanos, convencido, como estaba, de la necesidad que las gentes tenían de Dios, de su amor, de su misericordia y salvación.

La originalidad del Maestro Ávila se halla en su constante referencia a la Sagrada Escritura; en su consistente y actualizado saber teológico; en la seguridad de su enseñanza y en el cabal conocimiento de los Padres, de los santos y de los grandes teólogos. Como profundo admirador de san Pablo, también en su acusado paulinismo y, al estilo del Apóstol, en su firmeza para proclamar los contenidos de la fe. Como él mismo escribe en una carta: «La verdad no se ha de callar, y débese decir con mucha afirmación, diciendo que, aunque el ángel del cielo otra cosa evangelizare, no debe ser creído (cf. Gal 1,8)».

En Écija comienza su predicación, sin descuidar el confesionario, la dirección de almas, arreglo de enemistades, catequesis de niños y adultos y, a través de cartas, consejos y tratados espirituales a personas de toda edad, estado y condición.

Su presencia en Écija también le acarreó enemistades y persecución, ya sea con un comisario de bulas como con algunos eclesiásticos quienes, por su enorme ascendiente como predicador y por la claridad en la doctrina conjugada con la ascética personal más dura y una vida ejemplarmente sencilla, le llevaron ante la Inquisición en 1531.

Desde 1531 hasta 1533 estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos. Pero la auténtica razón era aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida “clerical”. En realidad, sus acusadores no podían soportar la radicalidad de sus predicaciones, deudoras del más genuino Evangelio.

Y fue a la cárcel, donde pasó dos años mientras se desarrolló el proceso. Él no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió: “No puede estar en mejores manos”. Fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad. Y aquel que no quiso tachar a los 5 testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporcionó 55 que declararon a su favor.

Este tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, en ella comenzó a escribir su obra cumbre: el tratado de vida espiritual “Audi filia”, pero, sobre todo, allí se fraguó, más que en sus estudios teológicos y vida interior, en su conocimiento del “Misterio de Jesucristo” que, en adelante, centró toda su vida y actividad. Fue absuelto con una humillante sentencia de absolución, pues la Inquisición le manda moderarse en sus expresiones para evitar malas interpretaciones y escándalo entre los feligreses.

En 1535, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo, marcha a Córdoba, donde se incardinó como sacerdote diocesano. Allí conoce a su discípulo, amigo y primer biógrafo, Fr. Luis de Granada, dominico destinado por aquel entonces en el convento de Scala coeli, en Córdoba. Entre ambos se entablan relaciones espirituales profundas.

También entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, al que dirigirá las “Advertencias” al Concilio Provincial de Toledo redactadas por su mano. La labor realizada en Córdoba fue muy intensa: organiza predicaciones por los pueblos, consigue grandes conversiones de personas de alto rango, funda centros de estudios para el clero: el colegio de San Pelagio (el actual Seminario Diocesano) y el colegio de la Asunción (actual IES Luis de Góngora), y explica las cartas de san Pablo a clero y fieles (un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: “Vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo”).

Córdoba es su diócesis, tal vez ya desde 1535, pero con toda seguridad desde 1550. Predica frecuentemente en Montilla (v.g.: cuaresma de 1541). Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). En el Alcázar Viejo de Córdoba reúne a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabaja en la evangelización de las comarcas vecinas.

A Granada acude Juan, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536, quien le ofrece la canonjía magistral que él no acepta, permaneciendo en esa ciudad durante tres años. Allí tiene lugar el cambio de vida de san Juan de Dios oyéndole predicar en la ermita de los Mártires. En numerosas ocasiones san Juan de Dios acudirá a Montilla buscando la dirección espiritual del Maestro Ávila, convirtiéndose en su más fiel discípulo.

Es también en Granada donde ocurre el episodio de Francisco de Borja. Para mediados de mayo de 1539, llegó a la ciudad el Duque de Gandía y Marqués de Lombay, Grande de España, escoltando el cadáver de la emperatriz Dña. Isabel de Portugal, esposa del emperador Carlos V, para darle sepultura. El sermón en la Catedral estuvo a cargo de Juan de Ávila, quien después fue llamado por Francisco de Borja para dialogar y solicitarle consejo. Tras el diálogo espiritual entre Juan y Francisco, este último habría quedado pensativo, abrigando en su ánimo un propósito: “no más servir a señor que se pudiera morir”, al ver marchitarse rápidamente los restos mortales de la emperatriz. Esta fue la ocasión providencial que hizo cambiar de rumbo la vida del futuro General de la Compañía de Jesús.

Su afán por la formación de los sacerdotes le llevó a fundar colegios, seminarios, en todas las ciudades por donde pasaba: quince colegios menores y mayores, sin contar las escuelas para seminaristas que fundó o inspiró en Granada, Córdoba y Évora, en Portugal.

Sin duda, la fundación más celebre fue la universidad de Baeza (Jaén) en 1540. Después de cuatro años de trabajo, ve coronada su obra: los estudios mayores (doctorado) de Baeza, aprobados por la Santa Sede. También se expedían los grados de bachiller y licenciado. La teología ocupa el más alto lugar y atrae el mayor número de alumnos, aunque también se impartían estudios de humanidades. En 1565, se crearon nuevas cátedras de retórica, gramática, griego, filosofía y teología escolástica. La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al concilio de Trento, donde pide la creación de Seminarios para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.

La definición que mejor cuadra a Juan de Ávila es la de predicador. Precisamente el epitafio que aparece sobre su tumba dice: Messor eram (Fui segador). Un predicador que siempre ponía en el centro de su mensaje a Cristo crucificado y que buscaba con sus palabras, encillas y profundas, tocar el corazón y mover a la conversión de quien le estaba escuchando.

La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: “amar mucho a Dios”. Su libro más leído y mejor asimilado era la cruz del Señor, vivida como la gran señal de amor de Dios al hombre. Y la Eucaristía era el horno donde encendía su corazón en celo ardiente. Así Fray Luis de Granada podía decir de él que: “Las palabras que salían como saetas encendidas del corazón que ardía, hacían también arder los corazones en los otros”.

Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón.  El poder de su oratoria y de su talento, unido a una gran pobreza y a una intachable inocencia penetraba los corazones y los conmovía. Muchos eran los que por la predicación de la Verdad quedaban prendidos en sus redes echadas en cualquier sitio.

Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño. Por eso, dará esas Advertencias al Concilio de Toledo.

La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Esta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento. Durante los cinco siglos que nos separan de él, se alza de nuevo su potente, humilde y actualísima voz ahora, en este momento crucial en que nos apremia la urgencia de una nueva evangelización.

Gastado en un ministerio duro, enferma y siente fuertes molestias que le obligan a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Vive en una modesta casa, una cruz grande de palo preside su habitación. Su enfermedad la ofrece para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre ha servido con desinterés.

Pero a Juan de Ávila todavía le quedan quince años de vida fructífera, que emplea en la extensión del Reino de Dios. Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma. El retiro de Montilla le da la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición definitiva del “Audi filia”, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con sus escritos la mística española del Siglo de oro. Ahora, se puede resumir su vida diciendo que era escritor.

A pedir consejo acuden a él en su retiro de Montilla o le escriben jóvenes buscando orientación y discernimiento vocacional, casados que piden consejo, políticos y hombres de gobierno, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que buscan una palabra de aliento o de luz. Las innumerables cartas que escribe nos dejan un elocuente testimonio de su santidad y de su sabiduría. Se relaciona con personas de talla espiritual tan sobresaliente como San Pedro de Alcántara, San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, San Juan de Ribera, Fray Luis de Granada, Santa Teresa, San Juan de Dios, etc. San Pablo VI, en su homilía durante la canonización del beato Juan de Ávila (31 de mayo de 1970) habla de “una constelación de santos”.

Juan de Ávila fue una vocación para la reforma que la Iglesia necesitaba en momentos de profunda crisis. Habiendo vivido en el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias, que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del Concilio, él no podía eximirse de tomar una postura frente a este gran acontecimiento. Su influencia en el Concilio de Trento ha sido puesta de manifiesto por los especialistas. Sus criterios influyeron en los acuerdos de este Concilio en temas de tanta importancia como la institución de los Seminarios, la reforma del estado eclesiástico o la catequesis. No pudo participar personalmente en él a causa de su precaria salud; pero su amigo el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, hará suyos en el Concilio de Trento, con aplauso general, sus célebres Memoriales sobre la reforma del estado eclesiástico y sobre las causas y remedios de las herejías.

Fue un espíritu clarividente y ardiente que, a la renuncia de los males, a la sugerencia de remedios canónicos, añadió una escuela de intensa espiritualidad: el estudio de la Sagrada Escritura, la práctica de la oración mental, la imitación de Cristo, el culto de la Eucaristía, la devoción a la Santísima Virgen, la defensa del santo celibato, el amor a la Iglesia… Y fue el primero en practicar las enseñanzas de su escuela.

La estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. Pero la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de 1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar: “Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah, Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana, confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!”. Juan de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Cuando en su última enfermedad los dolores arreciaban, apretaba el crucifijo entre sus manos y exclamaba: «Dios mío, si te parece bien que suceda, está bien, ¡está muy bien!». Quiso que se celebrara la Misa de resurrección en aquellos momentos en que se encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con plena conciencia. El 10 de mayo del año 1569, diciendo «Jesús y María», murió santamente. Santa Teresa, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.

El testimonio de fe del Santo Maestro sigue vivo y su voz se alza potente, humilde y actualísima ahora, en este momento crucial en que nos apremia la urgencia de una nueva evangelización. Le pedimos que sea favorable intercesor de las gracias que la Iglesia parece necesitar hoy más: la firmeza en la verdadera fe, el auténtico amor a la Iglesia, la santidad del clero, la fidelidad al Concilio y la imitación de Cristo tal como debe ser en los nuevos tiempos. Que su doctrina y ejemplo influyan en nuestra vida y nos impulsen a anunciar el Evangelio, que el Santo Maestro sea hoy para el Pueblo de Dios Maestro de evangelizadores. El Papa Benedicto XVI al declararlo Doctor de la Iglesia Universal lo puso como luz en el candelero de la andadura de la Iglesia en esta etapa de anuncio de la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Amémosle e imitémosle, pues en él encontramos un hermano, un guía, un Maestro de vida y de evangelización.

TRAS LAS HUELLAS DE SAN JUAN DE ÁVILA