5.- «SANTA RAFAELA MARÍA PORRAS AYLLÓN»

5.- «SANTA RAFAELA MARÍA PORRAS AYLLÓN»

 

 

La Segunda Semana del Mes Misionero es la SEMANA DEL TESTIMONIO DE LOS SANTOS, DE LOS MÁRTIRES DE LA MISIÓN Y DE LOS CONFESORES DE LA FE: EXPRESIÓN DE LA ADULTEZ DE LA FE DE NUESTRA IGLESIA REPARTIDA POR EL MUNDO ENTERO.

Conoce un ramillete de Santos, Mártires, religiosos y confesores de nuestra Iglesia Diocesana de Córdoba.

 

                                     5.- «SANTA RAFAELA MARÍA PORRAS AYLLÓN»

 

Santa Rafaela María del Rosario Francisca Rudesinda Porras y Ayllón, nació el uno de marzo de 1850 en Pedro Abad. Era hija de Ildefonso Porras y de Rafaela Ayllón Castillo, agricultores acomodados, y tenía 11 hermanos y una hermana. En unas de sus tantas cartas diría: “El día uno nací, el dos fui bautizada: el día más grande de mi vida porque en él fui escrita en el libro de la vida”.

Solo cuatro años contaba cuando su padre, entonces alcalde de la villa, murió cuidando a los afectados por la epidemia de cólera. Su viuda hizo frente a todo. Los chicos se fueron a Córdoba para seguir estudios oficiales. Las dos niñas, Dolores y Rafaela, familiarmente «las dos perlitas», tuvieron un preceptor en casa: Don Manuel Jurado.

Superados los lutos, Rafaela María y su hermana Dolores comenzaron sus primeros estudios. Hacia 1864 comienzan a pasar temporadas en Cádiz, ciudad que entusiasmó a Rafaela María, y en Madrid. A los dieciocho años, ya había vivido muchos cambios y muchos golpes de timón. Ya había hecho su aparición en sociedad, siempre a la sombra de su hermana, mayor que ella cuatro años y, cobijada por la protección de sus hermanos mayores.

Sabemos, por lo que cuentan, que fue una buena chica: afable, más bien tímida, trabajadora, dispuesta siempre a ceder… En Córdoba y en Madrid frecuentaba el teatro y las tertulias en las casas de los amigos. Nadie sabía, desde luego, que por dentro iban otras procesiones; ella misma nos lo cuenta, cómo un día le prometió con juramento a Jesús que sería de Él, sólo y siempre para Él. Era el 25 de marzo de 1865: “En este mismo día, en Córdoba, en la Parroquia de San Juan de los Caballeros, hice mi voto perpetuo de castidad”.

Un día de febrero de 1869, la casona de Pedro Abad iba a vivir una convulsión de auténtica trascendencia: la muerte de su madre; esta desgracia familiar va a marcar la historia personal de Rafaela María y de su hermana Dolores. Su madre fue todo para ella, por eso su muerte le interroga, le cuestiona el sentido de su vida y le hace decidir, optar, por el destino que Dios le va a ir mostrando. Ella misma lo cuenta así: “La muerte de mi madre a quién yo cerré los ojos…, abrió los ojos de mi alma con un desengaño tal, que la vida me parecía un destierro. Tenía dieciocho años. Cogida de su mano, prometí al Señor no poner jamás afecto en criatura alguna. Y se me abrieron los ojos del alma… Y yo ¿para qué nací?”. Rafaela María se abre al nuevo seno de Dios. Él va a ser para ella madre, seno acogedor, todo.

Desde ese momento la vida en la casa de Pedro Abad cambió: jornadas a favor de los más necesitados y de la Iglesia, pobres que rondan la puerta trasera de la casa, salidas furtivas de las dos hermanas, y una relación más cercana con los sirvientes con los que se comparten no solo el trabajo sino la fe. En estos años, en el corazón de Rafaela María, iban resonando las palabras pronunciadas ante la muerte de su madre: “Y yo ¿para qué nací?”. “Bastante tiempo hemos sido servidas, hora es de que sirvamos a los pobres por amor de Dios”. Es el tiempo del servicio, la hora del servicio desinteresado y amoroso. Ante esta actitud evangélica se va a producir una ruptura familiar, que Dolores, más tarde, resumirá en estas frases: “Huérfanas de todo, mi hermana y yo, y bien perseguidas por nuestros más allegados parientes, después de unos cuatro años de lucha, que fue terrible, decidimos las dos hacernos religiosas”.

A partir de 1875, Rafaela María y Dolores, después de aquel preámbulo heroico de entrega a los pobres de su pueblo natal, dan por encauzada su búsqueda, concretando todos sus esfuerzos en un proyecto de plena actualidad en la España de su tiempo. Van a iniciar la vida religiosa en un Instituto nuevo, el de María Reparadora, venido a Córdoba para dedicarse a la formación cristiana a través de la enseñanza y la catequesis. Este proyecto trataba de responder a una verdadera necesidad de la sociedad cordobesa. Su permanencia como novicias en este Instituto supuso para ellas un gran enriquecimiento, en él encontraron dos elementos que persistirán a lo largo de su vida:

  • La Eucaristía, los tiempos de Adoración y las actitudes que brotan de ella son el Centro de la vida cristiana.
  • Y las Ejercicios Espirituales de san Ignacio como medio privilegiados para “poner en contacto a la persona con ella misma, con los demás y con Dios”.

A principios de 1877, cuando la hermana Rafaela y otras cinco se preparaban para hacer los votos, el obispo de la ciudad, Mons. Ceferino González, les hizo saber que había redactado nuevas Constituciones para la Comunidad. Esto ponía a las novicias en una situación muy difícil. Las nuevas reglas eran muy diferentes de las anteriores. Por otra parte, si se rehusaban a aceptarlas, tendrían que abandonar el convento. Optaron por una solución sorprendente: la fuga. Con otras dieciséis religiosas abandonaron la ciudad durante la noche y se dirigieron a Andújar, donde el P. Ortiz Urruela les había encontrado hospedaje con las monjas del hospital. El hecho produjo gran agitación. Las autoridades civiles intervinieron y el obispo suspendió al P. Ortiz Urruela. Pero ya para entonces el osado sacerdote se hallaba en Madrid, tratando de encontrar una solución estable para sus protegidas, de modo que el obispo de Córdoba se encontraba reducido a la impotencia, ya que las fugitivas no formaban una comunidad canónicamente constituida. El P. Ortiz Urruela murió súbitamente; pero un jesuita, el P. Cotanilla, se encargó de ayudar a las religiosas, y las autoridades eclesiásticas les permitieron finalmente establecerse en Madrid. En el verano de 1877, las dos primeras, Rafaela y su hermana Dolores, hicieron la profesión.

León XIII, el 29 de enero de 1887, les cambiaría el nombre por Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, aprobando definitivamente el Instituto y temporalmente sus Constituciones (inspiradas en la regla de San Ignacio). Su deseo era «que todos lo conozcan y lo amen». Fue nombrada superiora de la congregación, trasladándose a Roma, donde permanecería 32 años.

Santa Rafaela María fue una persona que supo amar, y amó siempre. Su misión en la vida fue comunicar a muchas personas de qué manera asombrosa Dios ama a cada uno como si fuera único. Ella siempre buscó que su Congregación fuera “universal como la Iglesia”. Hoy su influencia llega a miles de personas de Europa, América, África y Asia, a quienes comunica la esperanza de que vale la pena vivir y dar la vida.

El secreto que iluminó su vida lo encontró en el amor del Corazón de Jesucristo manifestado especialmente en la Eucaristía. Ese fue su sol, y quiso compartirlo con todos. Tuvo la experiencia que “de la Eucaristía sale todo”, el amor reparador de Dios nos devuelve la alegría de la salvación capacitándonos a vincularnos como hijos de un mismo Padre, hermanos entre nosotros y señores de la Creación.

Las Esclavas del sagrado Corazón de Jesús viven la reparación al Corazón de Jesús por la participación plena en el misterio eucarístico. La misión, centrada en la Eucaristía, tiene las dos expresiones características de siempre:

  • La Eucaristía expuesta a la adoración de, los pueblos. Por eso las capillas están siempre abiertas accesibles. El culto de adoración es público.
  • La acción apostólica de la educación evangelizadora: incluye la promoción humana, el anuncio del Evangelio y la ayuda para una interiorización personal y comunitaria de la fe.

El tipo de obras que llevan adelante para vivir esta misión son: Colegios, Centros de Espiritualidad y pastoral Parroquial. (cf. Constituciones 2,3, 7)

De Rafaela María recibe la Congregación la “herencia” de una forma de mirar el mundo con esperanza y misericordia, descubriendo en él las faltas de Vida, las necesidades de “Reparación” de las “heridas”, que sólo el amor del Corazón manso y humilde de Jesús puede sanar

Es clave para entender su carisma este trozo de carta en la que “encarecidamente le rogamos y suplicamos se digne concedernos la gracia inestimable de tener reservado en nuestras capillas, para nuestro mayor consuelo espiritual y principal objeto de nuestra reunión, a Jesús sacramentado… Esperamos esta gracia para sus hijas, que no aspiran a otra cosa en este mundo que adorar a Jesús Sacramentado, consagrarse para siempre a su amor, enseñar la doctrina cristiana a los chicos pobres, hospedar señoras y señoritas que quieran hacer algunos días de Ejercicios Espirituales” (carta 34)

Y su sentido misionero universal queda patente en esta otro: “Démosle todo, todo el corazón, a Dios; no le quitemos nada, que es muy chico y Él muy grande. Acrecentemos el celo por las almas, pero no por ocho ni por diez, sino por millones de millones, porque el corazón de una Reparadora no debe circunscribirse a un número determinado, sino al mundo entero, que todos en él son hijos del Sagrado Corazón de nuestro buen Jesús y todos le han costado su sangre toda, que es muy preciosa para dejar perder ni una sola gota” (carta 121)

En 1892 su vida iba a experimentar un giro de ciento ochenta grados: Es bien claro que Dios quería santificarla por el camino de la humillación. Había una desunión de pareceres entre ella y sus más cercanas colaboradoras, principalmente con su hermana Dolores, quien había cambiado su nombre en su consagración por el de Pilar. Rafaela María no cesará de reconocer la recta intención que animaba a quienes la hacían sufrir y verá en ellos meros “instrumentos” puestos por Dios para santificarla. El sacrificio era duro y su actitud no se explica sino recurriendo a su profunda humildad. Amante de la verdad, sufría lo indecible viendo que la verdad no podía abrirse paso. Lo calificó algunas veces de martirio. Se le ofrecen varios caminos para escoger, pistas poco claras, y Rafaela María opta por la renuncia a su cargo como General de la Congregación, ella nunca había tenido pretensiones de fundadora, había ocupado ese cargo muy a pesar suyo. No deseando otra cosa que la paz de todas, “aunque me costase a mí la vida”, escogía de muy buena gana la humillación por el bien del Instituto. Con estos sentimientos firma su renuncia al cargo el primer viernes de marzo de 1893 y, otro viernes, se le comunica que la Santa Sede acepta su resolución.

Si el 10 de febrero de 1869, al morir su madre, Rafaela María puso norte hacia Dios en este Viernes Santo de 1893, va a alborear una nueva vida: la suya, escondida con Cristo, para que su historia quede escrita en la sola mente de Dios. Al trabajo incansable por los caminos del mundo iba a sucederle el pequeño trabajo de cada día por las sencillas dependencias de la comunidad de Roma. Ahora, más que nunca es necesario vivir el tiempo con dimensión de eternidad. Lo importante no era hacer, sino exclusivamente el ser: “Si logro ser santa, hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios más apostólicos”. Desde su vivir y ser callado y silencioso, las esclavas iban encendiendo focos de anuncio evangélico centrados en la Eucaristía. Con su actitud orante, resultaban maestras de oración en un mundo que empezaba a secularizarse. Durante los últimos treinta y dos años de su vida, Rafaela María no ocupó ningún cargo en la Congregación, sino que vivió en la oscuridad, entregada a los trabajos domésticos, en la casa de Roma.

Rafaela María se dejó “atrapar” por el amor de Dios y no pudo hacer otra cosa que responder con todo su amor en cada momento. “Soy toda de Dios. Yo sé por experiencia cuánto me ama y mira por mí. Dejarme en las manos de mi Dios con entera confianza, como una hija en los brazos de su madre. Viéndome pequeña estoy en mi centro porque veo todo lo hace Dios en mí y en mis cosas, que es lo que yo quiero”. Creyó que la comunión es el verdadero camino hacia el Reino y se hizo, como Jesús, pan y vino hasta dar la vida.

Rafaela María fue una mujer enamorada de la vida. Se sintió amada especialmente por Dios y, a pesar de las dificultades que vivió, lo encontró en todo, y vivió reconciliada y reconciliando. Supo amar a cada persona en lo que era y alentarla para que pudiera ser lo que Dios soñaba de ella. Creía en las personas y en sus posibilidades. “Mi Señor Jesucristo es quien vive en mí, y así todo mi ser y obrar debe respirar la vida de Cristo que vive en mí… debo trabajar por atraer a todos a que conozcan a Cristo y le sirvan”. Rafaela María mantuvo su mirada en el corazón de Jesús, y Él la hizo mansa y humilde.

Sin duda alguna, en esos años se santificó enormemente. Tantas eran las virtudes de que hacía gala la hermana Rafaela María que fue conocida como «la humildad hecha carne». La total abnegación no debía ser fácil a una mujer de su carácter, que había fundado una Congregación religiosa en circunstancias tan difíciles.

La madre Rafaela es una santa que pasó la mitad de su vida en el martirio de un tratamiento injusto. En sus últimos años, su rostro reflejaba el valor y la mansedumbre. El cirujano que la operó poco antes de su muerte resumió su vida en una frase: «Madre, es usted una mujer valiente». Ella lo había expresado de otro modo, muchos años antes: «Veo claramente que Dios quiere que me someta a todo lo que me sucede, como si le viera a Él mismo ordenármelo».

De la admiración al cansancio y al olvido, realizando duros trabajos y sufriendo constantes humillaciones, vivía en la humildad y el perdón. Una «aniquilación progresiva y de martirio en la sombra», como dijo Pío XII.

Se divulgó que su razón se había nublado, como efecto del prolijo padecer. Sin otra réplica que la de sus virtudes y su proceder exquisito, se abrazó a la cruz. «Si logro ser santa hago más por la Congregación, por las hermanas y por el prójimo que si estuviera empleada en los oficios de mayor celo». El día 17 de junio de 1903 la visitó la Madre Pilar en Roma, su hermana mayor, se abrazarían por última vez.

El 6 de enero de 1925, día de la Epifanía del Señor, hacia las seis de la tarde, expiró suavísimamente. En la iglesia de Via Piave, en su propia iglesia, se daba en ese momento la bendición con el Santísimo; apenas unas horas antes ella expresaba un solo deseo: “Por favor, hermana, cuando parezca que ya me he muerto, sígame diciendo el nombre de Jesús al oído. Yo no podré ya decirlo, pero me gustaría oírlo hasta el final”. Pues ella resumiría su vida así: «solo en Jesús, por Jesús y para Jesús, toda mi vida y todo mi corazón y para siempre».

Santa Rafaela María murió el día de la Epifanía de 1925, fue beatificada en 1952 por Pío XII, y canonizada por Pablo VI en 1977.

CONOCE LA CASA DÓNDE NACIÓ SANTA MARÍA RAFAELA EN PEDRO ABAD