6.- «BEATO BARTOLOMÉ BLANCO MÁRQUEZ»

                    6.- «BEATO BARTOLOMÉ BLANCO MÁRQUEZ»

 

 

La Segunda Semana del Mes Misionero es la SEMANA DEL TESTIMONIO DE LOS SANTOS, DE LOS MÁRTIRES DE LA MISIÓN Y DE LOS CONFESORES DE LA FE: EXPRESIÓN DE LA ADULTEZ DE LA FE DE NUESTRA IGLESIA REPARTIDA POR EL MUNDO ENTERO.

Conoce un ramillete de Santos, Mártires, religiosos y confesores de nuestra Iglesia Diocesana de Córdoba.

Es la mejor expresión de una Iglesia misionera.

                            6.- «BEATO BARTOLOMÉ BLANCO MÁRQUEZ»

 

 

     La misión de la Iglesia es solamente una: la misión del Padre, encarnada por Jesucristo, realizada con el poder del Espíritu Santo. Lo que varían son los tiempos y los destinatarios. Así pues, misionero es el que, respondiendo a la llamada del Padre, vive al aire del Espíritu Santo, actualizando al entregado para la vida del mundo encarnando y expresando el perfil de las bienaventuranzas… El auténtico misionero es el santo (cf. Rmi 90).

Dentro de los inmensos horizontes que permanentemente tiene la misión evangelizadora de la Iglesia, un objetivo prioritario lo constituye el mundo de los jóvenes y el de las situaciones de marginación y pobreza, y ese fue el horizonte en el que se desarrolló la vida del Beato Bartolomé Blanco, al que habrá que añadir el de hostilidad declarada a la Iglesia y a todo sentimiento religioso.

En ese ambiente nació y creció Bartolomé, pero el Espíritu de Dios, que siempre está con nosotros, tomó la iniciativa y eligió, forjó, acompañó y envió al que fue un testigo del amor de Dios, con el formato y la escuela de Cristo, y con una capacidad sobrenatural para reaccionar siempre amando hasta llegar a ofrecer la vida por aquellos que se la quitaron.

Bartolomé Blanco Márquez, nació el día 25 de diciembre de 1914, hijo de Ismael Blanco Yun y de Felisa Márquez Galán, en el pueblo de Pozoblanco (Córdoba). El día 30 de octubre de 1918 murió su madre y desde esa fecha es acogido, él y su padre, por unos tíos suyos.

Desde la escuela empezó a distinguirse por su capacidad, de manera que su Maestro, debido a su sabiduría, le dio el título de “capitán”, título que ostentó hasta que se puso a trabajar, pues ninguno pudo arrebatárselo. Este título se ganaba por medio de un examen que mensualmente se hacía de todas las asignaturas y el que más puntos obtenía era el que lo ganaba, y Bartolomé durante su vida escolar fue siempre el primero, o sea el “capitán”.

A la edad de ocho años se presentó al examen o certamen de la catequesis en la Parroquia de Santa Catalina, de Pozoblanco, ganando en dicho certamen el primer premio que consistía en un borrego, por saberse todo el Catecismo con preguntas y respuestas.

Ya en esta primera etapa de su vida alguien empezó a poner los cimientos de una personalidad humana sobre los que poder construir lo que posteriormente será su personalidad misionera. Ese alguien fue su Maestro de escuela D. Fausto Tovar Ángulo, a quien le escribirá agradecido por haberle llevado por el recto camino que lleva al cielo. Fue su primer “maestro”, quien puso en él las bases de la honradez, del trabajo, de la constancia, de la responsabilidad. Alguien que consiguió que, el que era aún un niño cuando tuvo que dejar la escuela, tuviera la suficiente madurez como para escribir una carta de agradecimiento a él y a sus compañeros de escuela… Aquí radica una primera forja de Bartolomé.

El día 6 de septiembre de 1926 en las proximidades de Hinojosa del Duque, el carro que iba a cargo del padre de Bartolomé, tumbó y le ocasionó su muerte, quedando desde este día huérfano de padre y madre. A los pocos meses Bartolomé tuvo que abandonar la escuela poniéndose a trabajar en un taller familiar, aprendiendo el oficio de sillero.

Una vez abierto el colegio salesiano de Pozoblanco (septiembre de 1930), Bartolomé fue asiduo al oratorio festivo y ayudó como catequista. El director del colegio, don Antonio do Muiño, le facilitó máquina de escribir y libros, y le invitó a participar en los círculos de estudios, auténtica palestra de formación.

Esta fue la segunda escuela que forja la personalidad misionera de Bartolomé, el Oratorio salesiano de Pozoblanco y su director D. Antonio do Muiño. Un Oratorio es ante todo “casa que acoge, parroquia que evangeliza, escuela que encamina hacia la vida, y patio donde encontrarse como amigos y pasarlo bien” (Constituciones y reglamentos, Art. 40); busca devolver a los jóvenes la dignidad social, la esperanza de un futuro mejor, la alegría de vivir y la conciencia de ser hijos amados de Dios, la salvación de la juventud; tiene como objetivo el “formar buenos cristianos y honestos ciudadanos”. Esta va a ser la forja constituyente de su militancia cristiana, de su compromiso misionero a través de la Juventud Masculina de la Acción Católica, interesándose por la Doctrina social de la Iglesia e iniciando su compromiso con el mundo de la marginación y de la pobreza reinantes.

Cuando en 1932 se estableció la Juventud Masculina de Acción Católica en Pozoblanco, Bartolomé fue elegido secretario. Se interesa por la Doctrina social de la Iglesia e inicia su apostolado entre los obreros valiéndose de sus dotes como orador.

Ya en enero de 1934, en Madrid, conoce a D. Ángel Herrera Oria, futuro obispo de Málaga y Cardenal, quien le facilita su participación en el Instituto Social Obrero. Esto le permite viajar junto a otros compañeros por FranciaBélgica y Holanda para conocer de cerca las diferentes organizaciones obreras católicas. A su vuelta a Pozoblanco, en poco más de un año, funda ocho sindicatos católicos en la provincia de Córdoba.

Y este constituirá el tercer pie del trípode en la configuración misionera de Bartolomé, la escuela de D. Ángel Herrera Oria, quien sería obispo de Málaga y Cardenal. Este fue un gran “formador de hombres”, alguien que prefirió sacrificar su brillante carrera profesional para obedecer a quienes le encargaron finalidades apostólicas. Por eso estuvo desde sus inicios con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (hoy ACdP), fundada a finales de 1908 por el jesuita Ángel Ayala, con ocho jóvenes de los llamados “luises”, a los que el Sr. Nuncio impuso la insignia de la Asociación el 3 de diciembre de 1909. Uno de ellos era Ángel Herrera, que con solo 23 años fue elegido su primer presidente, cargo en el que estuvo hasta 1935. Las soluciones humanistas que aportaba el Cardenal se basaban en las encíclicas promulgadas por los sucesivos pontífices, fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum del papa León XIII en 1891, pero sobre todo la encíclica Mater et Magistra del papa san Juan XXIII en 1961, a la que definía Herrera Oria como la Carta Magna de la agricultura.

El apostolado de Herrera Oria en el campo andaluz y su constante preocupación se pone de relieve en sus escritos durante la II República (1931-1936), siendo Herrera Oria presidente la Acción Católica Española, donde continuamente postula la necesidad de la Reforma Agraria, con el fin de evitar la revolución que proponían algunos sectores radicales de izquierda. Y en este caldo de cultivo es donde madura y florece el ardor misionero de Bartolomé quien, tras haberse formado en la Doctrina social de la Iglesia con D. Ángel, se lanza a la creación de ocho sindicatos católicos en Córdoba.

El manantial de su actividad desbordante y de su ardor apostólico fue su sólida vida interior, centrada en la oración, en el amor a la Eucaristía, en la participación asidua en los sacramentos, en la devoción a la Virgen, en la dirección espiritual, en los ejercicios espirituales, como él mismo nos descubre en su plan de vida.

Con todo, a Bartolomé, como a tantos miles de cristianos en España y en el mundo entero, le llegó la hora de la prueba. En su Patria se había encendido un odio feroz contra Cristo y contra la Iglesia. Muchos hombres y mujeres eran asesinados simplemente por el delito de ser católicos. Y todos sabían que Bartolomé era un católico convencido que había estudiado con los salesianos, y que era secretario de los jóvenes de la acción católica en su pueblo natal, Pozoblanco.

Hacía el servicio militar en Cádiz y, estando de permiso en Pozoblanco, fue encarcelado el 18 de agosto de 1936. El 24 de septiembre fue trasladado a la cárcel de Jaén, en cuyo pabellón de ‘Villa Cisneros’ tuvo la suerte de coincidir con quince sacerdotes y otros muchos seglares fervorosos. En dicha cárcel fue juzgado y condenado a muerte el día 29 de septiembre por su condición de propagandista católico. Se defendió solo ante el tribunal. Debido a su elocuencia y la firmeza con la que defendió sus profundas convicciones religiosas, trataron de ganarlo para su causa al comprobar sus cualidades como líder social, pero no lo consiguieron.

En el juicio sumarísimo por el que tuvo que pasar, Bartolomé dejó constancia inequívoca de sus creencias. Tanto el juez como el secretario del tribunal no dudaron en mostrarle su admiración por las dotes personales que le adornaban y por la entereza con que profesó sus convicciones religiosas. Trataron incluso de ganarlo para su causa al comprobar sus cualidades como líder social. No lo consiguieron. Bartolomé oyó al fiscal solicitar en su contra la pena capital y comentó sin inmutarse que nada tenía que alegar, pues, caso de conservar la vida, seguiría la misma ejecutoria de católico militante. Siempre se había caracterizado por confesar su fe con optimismo, elegancia y valentía.

Antes de entrar en la celda reservada a los condenados a muerte, repartió su indumentaria entre los encarcelados necesitados, mientras confortaba a otros condenados. Un testigo asegura que “era tanta su alegría que parecía dar la impresión de ir a un banquete o a una boda”.

La carta que la víspera de morir escribe a su novia es una prueba fehaciente de su grandeza de alma, de su fe inquebrantable, de su fortaleza en el martirio, de su seguridad y confianza en lo que espera: “Cuando me quedan pocas horas para el definitivo reposo, solo quiero pedirte una cosa: que en recuerdo del amor que nos tuvimos y que en este momento se acrecienta, atiendas como objetivo principal a la salvación de tu alma, porque de esa manera conseguiremos reunirnos en el cielo para toda la eternidad, donde nadie nos separará”.

Sus compañeros de prisión han conservado los emotivos detalles de su salida para la muerte el 2 de octubre de 1936. Antes de ser conducido al lugar de ejecución se descalzó para ir como Jesucristo fue al Calvario, con los pies descalzos, para parecerse aún más a Él. Al ponerle las esposas, las besó con reverencia, dejando sorprendido al guardia que se las ponía. No aceptó, según le proponían, ser fusilado de espaldas, ni que le vendaran los ojos. “Quien muere por Cristo –dijo-, debe hacerlo de frente y con el pecho descubierto”. Murió de pie, junto a una encina, con los brazos en cruz, perdonando a quienes lo mataban. Mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey! fue acribillado. Tenía 21 años. Sus restos reposan en la iglesia del Colegio salesiano de Pozoblanco.

Así rubricaba su testimonio final, el de ofrecer la vida por aquellos que se la quitan, el testimonio del perdón, el acreditativo del señorío de Dios en su vida, el de la santidad. Y este lo rubrica con su manera de sufrir y de morir. Bartolomé reparte todo lo que tiene entre los encarcelados y necesitados, los consuela en su deplorable situación, y no pierde el ánimo ni la alegría. Más aún, cuando llega la hora de su fusilamiento quiere imitar a Jesús en sus más mínimos detalles: ir descalzo, besar lo que le aprisiona y encadena, afrontar la muerte de frente y a pecho descubierto, morir con los brazos en cruz, y lo más definitivo: con la actitud de perdón que deja clara en la carta a sus tías y primos:

Sea esta mi última voluntad: perdón, perdón y perdón; pero indulgencia, que quiero vaya acompañada de hacerles todo el bien posible. Así pues, os pido que me venguéis con la venganza del cristiano: devolviéndoles mucho bien a quienes han intentado hacerme mal”.

Fue beatificado por S.S. Benedicto XVI, en Roma, el 28 de octubre de 2007, junto con otros 497 mártires de la persecución religiosa en España entre 1934 y 1937.

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