7.- «BEATA VICTORIA DIEZ Y BUSTOS DE MOLINA»

7.- «BEATA VICTORIA DIEZ Y BUSTOS DE MOLINA»

 

 

La Segunda Semana del Mes Misionero es la SEMANA DEL TESTIMONIO DE LOS SANTOS, DE LOS MÁRTIRES DE LA MISIÓN Y DE LOS CONFESORES DE LA FE: EXPRESIÓN DE LA ADULTEZ DE LA FE DE NUESTRA IGLESIA REPARTIDA POR EL MUNDO ENTERO.

Conoce un ramillete de Santos, Mártires, religiosos y confesores de nuestra Iglesia Diocesana de Córdoba.

Es la mejor expresión de una Iglesia misionera.

 

 

7.- «BEATA VICTORIA DIEZ Y BUSTOS DE MOLINA»

 

Victoria nació en Sevilla, el 9 de noviembre de 1903, hija única de José Díez Moreno, de Cádiz, de profesión escribiente y apoderado de una casa comercial de Sevilla, y de Victoria Bustos de Molina, ama de casa. Ambos ponen toda su atención e interés en la formación de su hija única, en la que pronto destacan cualidades hondas, que los años irán perfilando cada vez más.

Victoria es una joven inquieta, morena; tímida y frágil. De poca estatura externa y en su interior la pequeñez de los grandes, la fortaleza de quien se ha fiado de un solo Señor. Sobresale en ella su prematura capacidad de entrega a los demás y una especial sintonía con cualquier manifestación de fe.

Sus cualidades artísticas hacen que curse seis años en la Escuela de Artes y Oficios de Sevilla. Pero su vocación principal era de maestra, así le gustaba a ella que la llamaran, realizando sus estudios de magisterio entre 1919 y 1923 que obtiene el título de maestra en la Escuela de Magisterio de Sevilla con brillantes calificaciones.

En 1925 se estableció la Institución Teresiana en Sevilla con una academia internado para estudiantes de Magisterio denominada «Santa Teresa», para estudiantes de Magisterio. El 25 de abril de 1926, Victoria y unas amigas acuden a una conferencia que da la directora de este centro María Josefa Grosso. Victoria llamó a ese momento: La tarde del encuentro. El objetivo de la academia era formar a los maestros y maestras que accedían a la enseñanza pública y estimular la innovación pedagógica en aquellos que ya ejercían esta profesión. Es el carisma de la Institución Teresiana llevado a la práctica en el vivir cotidiano, la fuerza transformadora del creyente a través de su profesión, uniendo “fe y vida”. Es una prueba elocuente de que la santidad es posible para quienes viven su profesión como un camino de audacia y de entrega al Evangelio.

La Institución Teresiana es una Asociación Internacional de Laicos de la Iglesia Católica, cuya finalidad es contribuir a la promoción humana y social, a través de mediaciones educativas y culturales, participando de la misión evangelizadora de la Iglesia. San Pedro Poveda, selló su fundación en Covadonga (Asturias) en 1911. Sus asociados son mujeres y hombres que viven los valores del Evangelio, procuran una seria preparación y realizan la misión de la Institución Teresiana en entidades públicas y privadas de la acción social y educativa a través del ejercicio de sus profesiones, desde el mismo carisma, estilo y espiritualidad. Participan de una misma vocación integrados en asociaciones con diferentes compromisos. Existen también en torno a la Institución Teresiana movimientos juveniles, así como movimientos socioeducativos, asociaciones de antiguas y antiguos alumnos y grupos de colaboradores que comparten la espiritualidad y rasgos del carisma Povedano. El nombre “Institución Teresiana” está inspirado en Santa Teresa de Jesús (Ávila) quien, en palabras de san Pedro Poveda, vivió “una vida plenamente humana y toda de Dios”.

San Pedro Poveda realmente se adelanta a su tiempo cuando intuye que los laicos, los creyentes de a pie, van a ser instrumentos privilegiados para un cambio que favorezca la dignidad de la persona, basado en el humanismo de Jesús de Nazaret; algo que supone pasar por la vida con un hondo sentido del otro, siendo compañeros del género humano. La idea de unir fuerzas le impulsa a fundar una asociación dentro de la Iglesia que una las energías de muchos en una misma causa: llevar el Evangelio a la sociedad utilizando especialmente la educación y la cultura.

Así pues, después de su incorporación a la Institución Teresiana, Victoria se quedó en Sevilla preparando oposiciones y dando clase en la Academia-Internado. Tras ganar las Oposiciones en 1927 fue destinada a Cheles (Badajoz) en que estuvo tan solo un curso. Allí mejoró la escuela local, organizó la biblioteca, luchó contra el absentismo escolar trabajando con grupos de niñas y las jóvenes del pueblo llevando sus métodos pedagógicos renovados: excursiones al campo, cantos, actividades con las alumnas y labores. Mantiene correspondencia con Josefa Segovia Morón en la que le cuenta sus vicisitudes. No fue fácil su estancia en Cheles. Pero con ánimo decía: «Cuando pienso que estas almas están dispuestas por Dios, y quién sabe si por mí, que nada soy, quiere salvarlas, me encuentro revestida de una fortaleza que solo con la gracia se puede tener».

En 13 de junio de 1928 recibe su nombramiento para Hornachuelos (Córdoba) con 25 años y con clara conciencia de haber recibido una importante misión: le habían confiado un pueblo y se sintió responsable de él. Ella entiende que su verdadero «destino» está en Hornachuelos, lugar serrano de Córdoba donde permanecerá desde el año 28 hasta el final de sus días, en agosto del 36. Al verlo a distancia la joven maestra siente el deseo de conocerlo a fondo, de entrañarse con su gente, de hacerse para todos, y lo exterioriza en una frase que ha quedado definitivamente escrita en la historia de su corta vida: «Señor, pídeme precio por la salvación de este pueblo»… Y parece que Dios le tomó la palabra, pero nada la detendría.

Victoria Díez había llegado a Hornachuelos con su madre, que también la había acompañado en su destino de Cheles. Su padre había quedado en Utrera, un pueblo de Sevilla en el que trabajaba y en el que necesariamente vivía.

Durante los próximos ocho años que vivió en Hornachuelos (1927-1936), Victoria desarrolló una intensa actividad al servicio de la Iglesia y de la sociedad civil. Ella, además de sus tareas como maestra, creó la catequesis infantil e impulsó la Acción Católica (AC), tras la prohibición de impartir religión en los colegios públicos por el gobierno de la II República, continuó dando catequesis, colaboró en la reedificación de la escuela y continuó con su novedoso sistema pedagógico: tenía en sus clases gimnasia rítmica, clases al aire libre, excursiones a Córdoba y Sevilla, enseñaba cantos y pintura; organizó cursos nocturnos para mujeres trabajadoras y una biblioteca para antiguas alumnas, ayudó a las familias necesitadas del pueblo y la nombraron Presidenta del Consejo Local del Pueblo.

Pero si conquistó enseguida aquella pequeña sociedad de Hornachuelos no fue precisamente por su brillantez ni por todo lo que «hizo», con ser mucho, por ampliar las posibilidades humanas del entorno. Ya había dicho san Pedro Poveda -ella lo sabía bien- que los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles porque sin deslumbrar alumbran, esto es, por sus frutos, por su forma de situarse y compartir la vida. Esta fue la gracia de Victoria en lo que serían sus últimos ocho años: llevar hasta el extremo el «reto del dar»; allanar caminos, implicarse en las necesidades, sobre todo de los más humildes, contagiar la fe que lleva a flor de piel, hablar sin miedo.

Digna seguidora de san Pedro Poveda acierta a ver el valor de lo sencillo, la grandeza de lo pequeño, que «no hay que ser rico para dar», y desde esta clave favorecer todo aquello que potencia la vida. Victoria encarna perfectamente el tipo de persona de el Fundador quiso para la Institución Teresiana: «Un exterior común y singularísima por dentro». Ella, desde luego, lo era porque en aquella muchacha aparentemente débil había mucha «victoria».

Durante los difíciles años de 1932 a 1934 por las diferencias ideológicas de los españoles, Victoria nunca mostró una inclinación política y mantuvo una colaboración tanto con el Ayuntamiento de derechas como el posterior de izquierdas, llegando a ser secretaria de la Junta de Enseñanza. Era querida y respetada por todos los del pueblo. En los prolegómenos de la Guerra Civil Española, la iglesia de Hornachuelos fue incendiada. Tras intensos meses de trabajo, y con la infatigable colaboración de Victoria con el párroco, se consiguió abrir de nuevo y la volvieron a saquear en los primeros días de la guerra civil.

El 20 de julio de 1936, recién estallada la guerra civil española, arrestaron al párroco de Hornachuelos D. Antonio Molina. El 11 de agosto dos hombres armados pidieron a Victoria que acudiera con ellos al Comité a prestar declaración. Ya no la dejaron volver a su casa. La dejaron prisionera en una de las casas en la plaza del pueblo. A pesar de las gestiones de diferentes personas para que fuese liberada, no se logró el objetivo.

Victoria sabía que “creer bien y enmudecer no es posible”, y ella creyó hasta el límite de dar la vida y la entregó. Ella, al llegar a Hornachuelos pidió «precio» por la fe del pueblo y lo pagó con la vida. Su corta biografía es hoy un verdadero testimonio que la prolonga en el tiempo.

En la madrugada del día 12 de agosto, Victoria fue conducida junto con 17 hombres a las afueras del pueblo para emprender una marcha de 12 km sin vuelta posible, en la que Victoria alienta a los hombres: ¡Ánimo, adelante, Cristo nos espera! Recorría ese último camino con la conciencia de seguir los pasos de su Maestro Jesús de Nazaret de ser “crucifijo viviente”, característica del espíritu teresiano animado por san Pedro Poveda, quien había corrido igual suerte hacía apenas unas semanas, el 28 de julio. Victoria hubiera podido salvar su vida retractándose de su fe, eligió ser testigo de “Cristo Rey” hasta el final. Llegados a un caserón de la finca, fueron sometidos a un juicio en el que todos fueron condenados a muerte.

Victoria, la única mujer, presenció la ejecución de sus compañeros. Los hombres fueron fusilados uno a uno ante la boca de uno de los pozos mineros de la Mina del Rincón, ella fue fusilada la última. En noviembre fue sacado su cuerpo y enterrado en el cementerio de Hornachuelos, donde permaneció enterrado durante casi 30 años. Sus restos se trasladaron a la cripta que la Institución Teresiana tiene en Córdoba, cerca de la Catedral. También se encuentran algunos huesos bajo el altar del monasterio cisterciense de Santa María de las Escalonias, en el término municipal de Hornachuelos.

Con su docencia llevó adelante en Hornachuelos una gran actividad en el campo social, cívico y pastoral. Se comprometió en favor de la promoción humana y de la transformación que piden los valores evangélicos, con atención preferente a la promoción de la mujer y de los más desfavorecidos. Fue incansable, para ella los obstáculos eran estímulos. Tenía muy claro el dar la vida cada día a favor de los demás casi sin que se notase. Esos son los ecos de “Doña Victoria”, como le siguen llamando todos en Hornachuelos, que siguen resonando día a día con sentido de eternidad. La recuerdan como una mujer sencilla, menudita, y simpática, que supo colaborar con todos.

El papa san Juan Pablo II, en la ceremonia de beatificación, en Roma, el 10 de octubre de 1993, dijo: “Esta beata es un ejemplo de apertura al Espíritu y de fecundidad apostólica. Supo santificarse en su trabajo como educadora en una comunidad rural, colaborando al mismo tiempo en las actividades parroquiales, particularmente en la catequesis. La alegría que transmitía a todos era fiel reflejo de aquella entrega incondicional a Jesús, que la llevó al testimonio supremo de ofrecer su vida por la salvación de muchos”.

Con motivo del Año Centenario de su nacimiento (1903), Loreto Ballester, Directora de la Institución Teresiana recordó palabras de Victoria y su testimonio de vida “abriendo el camino con su entrega a los suyos, con un ejercicio de la profesión serio y comprometido, «maestra de cuerpo entero», mujer fiel a la fe recibida hasta el martirio, “con Cristo muy dentro del corazón y siempre en primera fila”.

 

CONOCE LA CASA DÓNDE ESTÁ ENTERRADA LA BEATA VÍCTORIA DÍAZ EN CÓRDOBA