2.-SAN FRANCISCO SOLANO
La Segunda Semana del Mes Misionero es la SEMANA DEL TESTIMONIO DE LOS SANTOS, DE LOS MÁRTIRES DE LA MISIÓN Y DE LOS CONFESORES DE LA FE: EXPRESIÓN DE LA ADULTEZ DE LA FE DE NUESTRA IGLESIA REPARTIDA POR EL MUNDO ENTERO.
Conoce un ramillete de Santos, Mártires, religiosos y confesores de nuestra Iglesia Diocesana de Córdoba.
Es la mejor expresión de una Iglesia misionera.
2.-SAN FRANCISCO SOLANO
San Francisco Solano vivió toda su vida y realizó su misión siguiendo Cristo en los detalles más resaltantes de su vida. De aquí que podemos tenerlo como modelo de discípulo y misionero, plenamente vigente en nuestros días. Desde muy joven aprendió a caminar por la periferia, por lo marginal por lo insignificante llegando a ver ahí a Dios y desenvolviéndose en esos campos con una soltura impresionante y con una alegría que no tiene explicación si no es vista con los ojos limpios a los que hace referencia el Evangelio.
Francisco Solano, llamado «el Taumaturgo del nuevo mundo», por la cantidad de prodigios y milagros que obtuvo en Sudamérica, nació en 1549, en Montilla, Andalucía, España. Fue el tercer hijo de Mateo Sánchez Solano y Ana Jiménez. Sus dos hermanos se llamaban Diego e Inés. Creció en un hogar noble y cristiano donde se apreciaba más la hidalguía del espíritu que la de la sangre.
Montilla era un lugar eminentemente religioso. Seguramente, Solano conoció a San Juan de Ávila, que murió cuando Francisco tenía veinte años. En aquella época, había en Montilla docena y media de iglesias, así como cinco conventos y numerosas cofradías.
Francisco estudió con los Jesuitas, pero entró a la comunidad Franciscana porque le atraían mucho la pobreza y la vida tan sacrificada de los religiosos de esa Orden; por ello, decidió ingresar como novicio en el convento franciscano de San Lorenzo, situado en la Huerta del Adalid, Montilla (Córdoba). Era un lugar de enorme belleza natural, con abundantes árboles, plantas y flores, jazmines, un estanque con peces, caza menor y pájaros. En medio de este paraíso natural, había varias ermitas esparcidas que invitaban a la oración y la contemplación.
En el convento la disciplina era muy estricta, conforme a la regla primitiva. Los novicios franciscanos pasaban la mayor parte del tiempo dedicados al silencio y la meditación. Hablaban muy poco, siempre de dos en dos, en voz baja y no por mucho tiempo. En cuanto a la meditación, había tres turnos diarios de media hora de duración cada uno.
Francisco era muy virtuoso, paciente y humilde. Dormía siempre en el suelo, sobre una cobija o un cañizo de palos. Usaba un cilicio durante todo el año. Andaba descalzo a no ser que estuviera enfermo y solo comía legumbres y fruta. Se excedía a menudo en la práctica de mortificaciones y penitencias, con el resultado durante toda su vida de una salud débil y quebrantada. El día 25 de abril de 1570 hizo profesión religiosa para ser fraile de coro. Tenía entonces veintiún años.
En 1572 fue destinado al convento sevillano de Nuestra Señora de Loreto, donde cursó estudios de Filosofía y Teología. En Loreto, la observancia regular era también muy estricta. Los maestros que más influyeron en el joven Francisco fueron dos: el teólogo y humanista fray Luis de Carvajal y el músico y científico padre Juan Bermudo. Durante su largo período de formación, Solano no solo se instruyó en la teología de San Buenaventura, sino que tuvo ocasión de desarrollar sus dotes innatas para la música y el canto.
En 1576 fue ordenado sacerdote. Asistió su padre, pero no así su madre, que se encontraba enferma y casi ciega. Lo nombraron vicario de coro, es decir, encargado de dirigir el rezo y los cantos del oficio divino. Amante de la austeridad y la pobreza, Solano se hizo una pequeña celda en las inmediaciones del coro, en un diminuto rincón en el que apenas cabía. La celda estaba hecha de cañas y barro cocido, con un pequeño agujero que servía de ventana para poder rezar y estudiar.
Una vez terminados los estudios de teología, fue nombrado predicador, labor que desarrolló en pueblos cercanos, y que resultaría determinante en su futuro como misionero. La tarea de predicar no era fácil, y requería estudio continuo y dedicación permanente. Posteriormente, fue nombrado también confesor.
Hay que decir que la primera intención del santo era la de ser mártir. Solicitó sin éxito ser destinado a Berbería para morir en el intento de evangelizar a los africanos. En vista de la negativa de sus superiores, Solano se fijó otra meta: América; pero tuvo que esperar algún tiempo antes de poder ver realizado su deseo de convertirse en misionero.
En 1579, la muerte de su padre le hizo volver temporalmente a Montilla para visitar a su madre. Sin embargo, su estancia se prolongó más de lo previsto debido a una epidemia mortal que afectó incluso a varios frailes del convento franciscano. Allí realizó varias curaciones inexplicables que dieron comienzo a su fama como milagrero. Durante su estancia en su tierra natal obró la curación milagrosa de algunos enfermos. La noticia de estos prodigios enseguida se extendió por la ciudad, lo que llevó al pueblo a aclamarle como santo. Empezó entonces una de sus batallas más grandes, que trabó hasta su último aliento: la de no permitir que le atribuyeran a su persona las alabanzas debidas a Dios. Sin embargo, cuanto más se esquivaba de los elogios, más era exaltado.
En 1581, Francisco Solano fue destinado como vicario y maestro de novicios al convento cordobés de la Arruzafa, donde solía visitar a los enfermos incluso desatendiendo algunas horas de oración, y recomendaba a los más jóvenes que tuvieran paciencia en los trabajos y adversidades.
En 1583, fue trasladado a San Francisco del Monte, en Adamuz (Córdoba), en plena Sierra Morena, a 30 kilómetros al noreste de Córdoba. Era un paraje de gran hermosura. Allí comía sopas de pan con agua, vinagre y un casco de cebolla. Una de las cosas que Solano intentó imitar de San Francisco de Asís era su relación especial con los animales. Siempre le acompañaron los signos milagrosos que el pueblo comenta y que él buscaba cómo tapar y que la alabanza fuera solo para Dios.
Hubo entonces una terrible epidemia de peste en Andalucía que afectó con especial virulencia a la ciudad de Montoro (Córdoba). Durante un mes, y en compañía de fray Buenaventura Núñez, Francisco fue a cuidar a los enfermos, que eran llevados fuera del pueblo a la Ermita de San Sebastián. Ambos frailes prestaban servicio a los afectados y les hacían las camas, los sacramentaban y ayudaban a morir, y después los enterraban. Los dos se contagiaron de la enfermedad, pero Solano logró curarse. En Montoro, el nombre de una calle recuerda la labor humanitaria llevada a cabo por el santo.
De su estancia en Granada cabe señalar que iba a predicar a las cárceles y que visitaba a los enfermos del Hospital de San Juan de Dios. Poco después, el rey Felipe II pidió a los franciscanos que enviaran misioneros a Sudamérica. Finalmente, y para alegría suya, Francisco fue el elegido para la misión de extender la religión en estas tierras. Le asignaron una misión en la Gobernación del Tucumán, en el Nuevo Mundo, hacia donde embarcó el 13 de mayo de 1589. Aunque debido a un naufragio y a otros contratiempos, acabó arribando unos meses después en Paita, Perú. Solamente llegaría a Santiago del Estero, capital de la provincia a la que había sido destinado, el 15 de noviembre de 1590, tras un largo y penoso recorrido, comenzando a los 41 años de edad su vida de misionero.
Fray Francisco Solano recorrió el continente americano durante 20 años predicando, especialmente a los indios. Pero su viaje más largo fue el que tuvo que hacer a pie, con incontables peligros y sufrimientos, desde Lima hasta Tucumán (Argentina) y hasta las pampas y el Chaco Paraguayo. Más de 3.000 kilómetros y sin ninguna comodidad. Solo confiando en Dios y movido por el deseo de salvar almas.
En las aldeas de Socotonio y Magdalena, a donde fue enviado como predicador, aprendió en menos de quince días el complicado dialecto tonocoté. Lo hablaba con impresionante fluidez, llegando a expresarse con más perfección que muchos nativos. Nada le detenía en la conquista de almas para Cristo. Se exponía a grandes peligros yendo a la búsqueda de los indígenas que vivían en la selva y, ya sea para alimentarles la fe, ya para auxiliarlos en sus necesidades materiales, prodigaba milagros por donde pasaba. Entre otros innumerables portentos, hacía brotar manantiales en lugares desérticos, amansaba animales feroces, curaba enfermos, proveía de alimentos en épocas de escasez.
Con todo, sin lugar a duda, sus mayores milagros eran los que se operaban en el interior de las almas: «El padre Solano amaba a los indios, les hablaba en su lengua y ellos le respondían y se convertían por millares». Su singular instrumento de piedad y apostolado, el violín, era complemento indisociable de un original y eficaz método de evangelización, que consistía en intercalar las predicaciones con animadas melodías, ora ejecutadas con el arco y las cuerdas, ora cantadas con su hermosa voz. Maravillados, los indígenas se abrían a la acción de la gracia y enseguida surgía el corolario esperado por el apóstol: el deseo de recibir el Bautismo. La misma voz que les había atraído por el arte de la música y les enseñó las verdades de la fe, cumplía la más alta de sus finalidades, al administrarles los sacramentos. Así, los preciosos talentos confiados al siervo bueno y fiel rendían ciento por uno, y paulatinamente la luz de la Iglesia se iba extendiendo por aquellas comarcas, venciendo las tinieblas del paganismo.
Los nativos, expresando su gran fe, respeto y veneración, «se le hincaban de rodillas a besarle el hábito y la mano en cualquier parte donde le veían y en los caminos; y el padre era tan piadoso con ellos que viéndolos se apeaba de la cabalgadura y los abrazaba y agasajaba, y daba de lo que llevaba». Después de años de fecundo apostolado recibió en 1595 la orden de dirigirse a Lima, para fundar allí un nuevo convento franciscano. Siempre dócil a sus superiores obedeció con prontitud.
San Francisco Solano misionó por más de 14 años por el Chaco Paraguayo, por Uruguay, el Río de la Plata, Santa Fe y Córdoba de Argentina, siempre a pie, convirtiendo innumerables indígenas y también muchísimos colonos españoles. Su paso por cada ciudad o campo era un renacer del fervor religioso.
Llegado a Lima, Francisco fue nombrado Guardián del Convento de la Recolección. Como siempre, se resistió todo lo que pudo antes de aceptar cualquier cargo de responsabilidad, exagerando de manera deliberada su propia incapacidad para gobernar, pero finalmente tuvo que acatar la autoridad de sus superiores.
Su obsesión por la pobreza era tal que no quería que se blanqueara o enladrillara la casa, ni que se pulieran las puertas y ventanas. En su celda, tan solo tenía un camastro, una colcha, una cruz, una silla y mesa, un candil y la Biblia junto con algunos otros libros. Era el primero en todo, y jamás ordenó una cosa que no hiciera él antes.
Sus consejos eran prudentes, y cuando tenía que reprender a alguno de los demás frailes, lo hacía con gran celo y caridad. Sus excesivas penitencias y su espíritu de oración no le impedían ser alegre con los demás. Solano era también el santo de la alegría.
En 1601, fue elegido secretario y acompañante del superior provincial, cargo en el que duró menos de un año. En uno de los viajes casi se muere por el camino, y en vista de su delicado estado de salud, se le asignó un nuevo destino: la ciudad de Trujillo, fundada por Francisco Pizarro apenas medio siglo antes de la llegada de Solano al Perú.
En Trujillo buscaba Solano un poco de paz y tranquilidad, y sobre todo apartarse de la gran fama que tenía en Lima. Se dedicaba a visitar a los enfermos, en especial a una anciana leprosa a la que a menudo llevaba regalos. En casa de otra enferma, había un árbol junto a la ventana en el que un pajarillo cantaba deliciosamente solamente cuando iba Solano.
Predicaba en el hospital de la ciudad y también visitaba a los presos, para hablar con ellos, confesarlos y ayudarlos a bien morir. Para rezar, se refugiaba en la huerta del convento, en la que había numerosos pajarillos. Eran tantos que cuentan que Solano les daba de comer por turnos, y que los que comían se apartaban para que pudieran comer los otros. Su amor por la pobreza era tan grande que no consentía en cambiar de zapatos, sino solo en remendarlos, de manera que el zapatero tuvo que engañarlo y se quedó con los antiguos zapatos como reliquia.
En 1604, de nuevo volvió a Lima como Guardián, ciudad donde pasaría los últimos años de su vida. A pesar de su precario estado de salud, continuaba haciendo grandes penitencias y pasaba noches enteras en oración. Sus visitas a la enfermería se hicieron cada vez más frecuentes.
Sin embargo, iba a menudo a visitar a los enfermos o salía a las calles a predicar con su pequeño rabel y una cruz en las manos. Así conseguía juntar a un gran número de personas y las congregaba en la plaza mayor, donde se dirigía a la muchedumbre en alta voz. Su predicación se fundamentaba en citas bíblicas y en la doctrina de los Padres de la Iglesia.
Predicaba en todas partes: en los talleres artesanales, en los garitos, en las calles, en los monasterios e incluso en los corrales de teatro. Especial significado tuvo su oposición a ciertos espectáculos teatrales en los que a su juicio se ofendía a Dios. En España se había producido una corriente de opinión en contra de este género, y muchos artistas se tuvieron que desplazar hacia el Nuevo Mundo, donde gozaban de mayor aceptación popular. En Lima había tres compañías de comedias. Solano entraba en los corrales con un Cristo en la mano y mucha gente le seguía abandonando el lugar. Más de una vez consiguió que hubiera que anular la representación, porque con él se iba todo el mundo.
En octubre de 1605, Solano pasó a la enfermería del convento. Postrado y gravemente enfermo del estómago, apenas si podía salir a predicar y a visitar a los enfermos. Procuraba asistir a la comida en el refectorio junto con los demás frailes, pero comía muy poco, tan solo unas hierbas cocidas. Además, seguía excediéndose en sus penitencias y no miraba por su delicada salud.
En octubre de 1609, hubo un terremoto en la ciudad de Lima. La primera sacudida fue de noche, pero después se produjeron hasta 14 nuevos temblores de tierra. Cuentan que el agua se derramaba de las fuentes y que las campanas tocaban solas. Las iglesias se llenaron de gente. Solano salió a predicar, aunque apenas si podía tenerse en pie.
Durante su última enfermedad, le trataron cuatro médicos. Solano era poco más que un esqueleto viviente. Tenía mucha fiebre y fortísimos dolores de estómago. Finalmente murió el 14 de junio de 1610, día de San Buenaventura. Dicen que ese día los pájaros se despidieron de él cantando junto a la ventana de su celda desde por la mañana temprano. Murió a las once y tres cuartos de la mañana. Ese mismo día y a la misma hora se produjo un extraño toque de campanas en el convento de Loreto. Su cuerpo fue trasladado al oratorio de la enfermería, donde acudió gran cantidad de gente a venerarlo. Allí mismo fue retratado por dos pintores. A su entierro asistieron unas 5.000 personas.
Hombre capaz de mover multitudes a la conversión y de enternecerse con el canto de un pajarillo, dotado de espíritu altamente contemplativo y al mismo tiempo impulsor de osadas acciones misioneras, San Francisco Solano dejó un ejemplo de vida que atraviesa los siglos, como promesa de un grandioso porvenir para América.