El beato Nicolás María Alberca, natural de Aguilar de la Frontera,
es uno de los grandes misioneros cordobeses.
Él nos estimula en la misión
Nació en Aguilar de la Frontera (Córdoba) el 10 de septiembre de 1830, en el seno de un hogar profundamente cristiano, formado por los esposos Manuel Alberca y María Valentina Torres. No tuvieron los padres del Beato mayor empeño que la educación cristiana de su numerosa prole, ni mayor satisfacción que la de ofrecer al Señor seis de los diez hijos que de Él recibieron.
Educado en un ambiente tan cristiano no es extraño que su alma, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, oyese el llamamiento del Señor y generosamente lo siguiese. Desde la niñez estuvo Nicolás María dotado de una piedad sólida y ferviente. Los años de la pubertad y la vida de trabajo asalariado, probaron que el gusto por las cosas de Dios estaba muy enraizado en su alma. Terminada la instrucción primaria, se puso a trabajar, ya que la situación económica de la familia no le permitía el lujo de seguir una carrera. Empezó de dependiente en un comercio. Pero, como el empleo no le dejaba tiempo para sus ejercicios piadosos, lo dejó y se dio a las tareas agrícolas, ayudando primero a su padre y luego a un tío suyo. Para poderse dedicar por completo a los libros, hubo de esperar hasta después del noviciado, es decir, a los 26 años cumplidos.
Entonces convivió y trabó íntima amistad con un primo suyo, José María Luque, de iguales inclinaciones que él. Juntos trabajaban la tierra y juntos ocupaban los ocios en actos de piedad. Por su amigo sabemos que el futuro mártir frecuentaba los sacramentos y era aficionadísimo a la lectura del Año Cristiano, entusiasmándole las vidas de los santos, en especial las gestas de los mártires. Gustaba de las dulzuras de la soledad. Al empezar cualquier obra la ofrecía a Dios y en los casos difíciles acudía a la oración, encomendándose a sus santos predilectos, cuyo patrocinio imploraba con novenas y súplicas. Deseaba ser sacerdote, pero la situación económica de la familia le impedía cursar los estudios eclesiásticos. Tampoco podía ingresar en una orden religiosa, ya que estaban suprimidas en España a raíz de la Ley de Desamortización de Mendizábal.
Por propia iniciativa se fue con los Hermanos de las Ermitas de Córdoba, de donde le sacó su madre, que procuró se colocara en Sevilla al servicio de un religioso exclaustrado, capellán de las Teresas, con ánimo de que fuera haciendo al mismo tiempo los estudios eclesiásticos. Era una solución corrientemente adoptada entonces por los que, aspirando al sacerdocio, no podían sufragarse los gastos de la carrera. Los diez meses que pasó en Sevilla estudió Nicolás María, bajo la dirección del capellán, la lengua del Lacio con gran aprovechamiento.
Nicolás María, aunque abrigaba el hacer la carrera eclesiástica, tornó a su pueblo y a las faenas del campo, y tenaz en su resolución, continuó manejando la gramática latina para no olvidar lo aprendido, en espera de que la Providencia dispusiera otra cosa. Mientras, Dios le iba preparando calladamente el camino con la suavidad y la fuerza tan características de su providencia. Solo cuatro meses permaneció en Aguilar de la Frontera. Por consejo de su confesor marchó a Córdoba, donde ingresó en el noviciado de los Hermanitos del Hospital de Jesús Nazareno. En atención a sus relevantes cualidades profesó antes del tiempo reglamentario, y poco después, el mismo Hospital lo envió a Madrid a representar sus intereses. Se instaló en la calle de San Justo, en una buhardilla del palacio arzobispal, que le cedieron gratuitamente.
Nicolás María vivió en Madrid más de dos años: desde principios de 1854 hasta julio de 1856. El 22 de julio de 1854 fue admitido en la Escuela de Cristo, institución que tenía como fin promover la santificación de sus miembros, mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios. Así pues, las leyes de la Santa Escuela exigían de los candidatos que fueran de natural dócil y bueno, que se hubieran ejercitado en la oración y mortificación y frecuentado los sacramentos.
Por un momento parece insinuarse la inquietud en el ánimo de Nicolás María, que se siente impelido a consagrarse a Dios, cuando se ve con 25 años cumplidos y sin un rayo de luz en el horizonte que abra un resquicio a la esperanza. Con todo, no desmaya su fe en la Providencia Divina. Él acaricia la idea de ser franciscano. Su hermano Manuel era capuchino, misionero en América; por él sentía el Beato grande admiración; así, a la noticia de una grave enfermedad del misionero, que les hizo temer por su vida, pide a su madre que guarde sus cartas; llenas como están de luminosos consejos, pueden hacer mucho bien a sus hermanos. Franciscano era también, al parecer, un hermano de su padre, Fr. Antonio Alberca, al que nombra repetidamente en sus cartas y al que remite, para instruirse en la estrechísima regla franciscana, a un primo suyo que pretendía ingresar en el convento de Priego. Por último, desde su niñez tuvo que conocer a los franciscanos exclaustrados del convento de Montilla y a los que en su mismo pueblo servían de capellanes a las religiosas clarisas; tanto el convento de Montilla como la Vicaría de Aguilar pertenecían a la antigua provincia franciscana de Granada. Es, pues, natural que tuviera afición a la Orden franciscana, que le ofrecía, además, la oportunidad de ser misionero, con la atrayente perspectiva del martirio.
Precisamente, por los años que Nicolás María vivía en Madrid, se estaba gestando la idea de abrir un convento franciscano que surtiese de religiosos a Tierra Santa. Quería la apertura de un colegio para misioneros el Gobierno, apremiado por la urgente necesidad de mantener los derechos de España en los Santos Lugares, derechos que se tambaleaban por falta de religiosos españoles; la querían asimismo los religiosos, movidos por el justificadísimo deseo de restaurar su amada Orden en su no menos amada Patria. Al cabo de cuatro años pudo instalarse la primera comunidad franciscana, después de la infausta exclaustración de 1836, en el convento alcantarino de Priego, Cuenca.
La toma solemne de posesión se tuvo los días 13 y 14 de julio de 1856, contándose entre los asistentes el Beato Nicolás María Alberca, que después de tantos años de espera iba a ver cumplidas sus aspiraciones. Nicolás María había solicitado el 11 de abril que se le admitiera a formar parte de la comunidad que se instalase en Priego. La instancia fue despachada favorablemente, causándole tal alegría la noticia que, según confesará ingenuamente a sus vecinos, corría y cabriolaba, cual el hombre más feliz del mundo, entre las cuatro paredes de su cuartucho. El 14 de julio, fiesta del Seráfico Doctor San Buenaventura, se celebró en el recién abierto convento la primera vestición de hábito. Cinco eran los novicios, uno de ellos Nicolás María Alberca.
Hecha la profesión religiosa al cabo del año de noviciado y libre de otros menesteres, pudo ahora consagrarse de lleno al estudio y a la oración. En el noviciado se dio con ardor el futuro mártir a asimilarse el espíritu franciscano. En noviembre de 1857 empezó los estudios de Filosofía bajo la dirección del P. Francisco Manuel Malo y Malo, que fue el plasmador, moral e intelectualmente, de la juventud franciscana durante los cuatro primeros lustros de la vida del Colegio. Que el esfuerzo de maestro y discípulo no fue inútil, lo prueba suficientemente la calificación de «muy bueno» que obtuvo el Beato al finalizar el curso en julio de 1858.
Para esas fechas ya era sacerdote. Por orden de sus superiores y disposición de Dios, que se complacía en hacerle ascender a pasos de gigante las gradas del altar como en compensación de su larga espera, se ordenó de subdiácono en septiembre de 1857, de diácono en diciembre del mismo año y, por último, de sacerdote el 27 de febrero de 1858, en Segorbe, donde recibiera las demás órdenes sagradas. El 19 de marzo celebró su primera misa.
Parece que todas sus aspiraciones estarían colmadas con haber alcanzado el sacerdocio. Pero no. Parejo al anhelo de ser sacerdote tenía muy ahincado en su alma otro: el del martirio. A decir verdad, eran uno solo, pues desde su niñez se le habían presentado unidos inseparablemente.
Por fin, a principios de 1859, supo que tenía que partir no en marzo, sino en enero, por lo que le era imposible ir a despedirse de su madre. La visita estaba justificada por casi seis años de ausencia. El Beato escribe a su madre el 8 de enero, comunicándole la noticia. La carta refleja admirablemente el temple de su alma. Es una pieza de maestría psicológica y de acendrada espiritualidad. De Priego salieron los misioneros en dos grupos los días 11 y 12 de enero. El día 25 embarcaron en el puerto de Valencia, y el 19 de febrero llegaron al puerto de Jaffa y dos días después entraban en la ciudad de Jerusalén.
Recorrió, según costumbre, los santuarios confiados al cuidado de la Orden franciscana. Pasada la Semana Santa fue destinado a Damasco para estudiar la lengua árabe, junto con dos compañeros de navegación: Nicanor Ascanio y Pedro Soler. Allí se encontraban sus futuros compañeros de martirio: los padres Manuel Ruiz, superior; Carcelo Bolta, párroco; Engelberto Kolland y los hermanos Francisco Pinazo y Juan Jacobo Fernández. Todos españoles, menos el padre Engelberto que era austríaco.
La persecución comenzó en las montañas de El Líbano. Bandas fanáticas de drusos, kurdos y beduinos entraron a sangre y fuego en los poblados cristianos, y amenazaban a los cristianos de Damasco.
Con la complicidad y ayuda de los jefes y pueblo musulmán de la ciudad, asaltaron en la noche del 9 al 10 de julio el barrio cristiano, sembrando por doquier el espanto, la desolación y la muerte. Los religiosos rubricaron con el martirio la doctrina que habían enseñado. Nicolás María era el más joven de todos los religiosos. Le faltaban dos meses para cumplir los treinta años.
Todos estos mártires fueron solemnemente beatificados por el papa Pío XI el 10 de octubre de 1926, dentro de las fiestas conmemorativas del VII centenario de la muerte de san Francisco de Asís.
De las 27 cartas que escribió el Beato Nicolás, entre los 24 y 30 años, se destacan tres rasgos de su personalidad:
En primer lugar, el conjunto de dotes naturales con que le adornó el cielo: inteligencia no vulgar, voluntad tenaz y decidida, índole bondadosa y sencilla.
En segundo lugar, el sello sobrenatural que llevan grabado sus miras y acciones. Se mueve a impulsos del ideal, el de hacer en todo y por todo la voluntad de Dios.
En tercer lugar, su vocación y su constante esfuerzo por realizarla, y veladamente -con claridad a la luz de los testimonios de sus amigos- el profético presentimiento del martirio.
No fueron estas solas las virtudes que brillaron en el Beato Nicolás. En los trozos de sus cartas son patentes también el agradecimiento a Dios por los favores y gracias recibidos, el desprendimiento del mundo y de la familia, el amor al prójimo.
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